domingo, 27 de enero de 2019

Ejes viales

 
En alguna entrada anterior mencioné los ejes viales. Hoy, haciendo memoria, me doy cuenta de que estos singulares sistemas de vialidad siguen con nosotros desde las ya lejanas épocas del otro presidente López, cuando fueron la admiración del mundo por lo innovador del concepto, que hasta de varios países vinieron autoridades viales para comprobar personalmente cómo es que funcionaban este modo sui géneris de encauzar el flujo vehicular. Y si siguen aquí, es porque, más allá de toda duda, siguen sirviendo, hoy igual que cuando fueron creados… ¿O no?

Permitan que afirme, rotundamente, mi ignorancia sobre ese tema. Sé, que como peatón, me ha resultado cuesta arriba siempre mirar una calle donde todos los carriles tienen circulación exclusiva en una dirección, y sólo uno, junto a una de las aceras, corre en sentido contrario, destinado a servir en exclusiva para autobuses de transporte público. Un par de cuadras más adelante, en sentido paralelo, cruza otro eje vial, idéntico, pero con las direcciones invertidas, tanto de flujo vehicular, como de autobús. Y así alternadamente; igual para el sentido transversal. Esto se ha reforzado en años recientes con la introducción del metrobús, así que el proceso debe ser ireversible.

Puedo acostumbrarme al funcionamiento de la vuelta llamada “inglesa”, así como a que haya un flujo para una vialidad en la mañana, y a determinada hora se invierta la dirección, y permita distribuir de ese modo los flujos irregulares de las horas pico. Pero con lo que no he podido acostumbrarme nunca será con esos ejes viales.

Ustedes seguro me dirán: “Exageras; ¿qué tienen de particularmente aborrecibles los ejes viales? Vienen a ser más o menos lo mismo que otras medidas, voluntarias o involuntarias, que toma el gobierno en turno de la ciudad para controlar el flujo vial y/o peatonal: cierres de calles, obras públicas inclonclusas, manifestaciones no atendidas, baches espeleológicos, plantones abusivos, topes del tamaño de una barda, etc.”. de algún modo tienen razón quienes eso me puedan argumentar. Pero la mayoría de esas medidas tienen un carácter efímero (con el sentido de “efímero” que suelen darle nuestras autoridades; de algunas horas a varios años, incluso en períodos transexenales).

Pero lo diabólico de los ejes viales radica en su permanencia, en su diabólica capacidad mimetizadora, capaz de confundirse con cualquier calle, y de que, a pesar de tener muchos años con nosotros, seguimos sin saber muy bien cómo cruzar uno de ellos. Oh, bueno, lo acepto, por lo menos yo. Eso de plantarte justo en la orilla de la acera, mirar atentamente, ver que el próximo vehículo viene muy lejos, prepárate a cruzar, y cuando estás a punto de dar el paso y bajar al arroyo vehicular, ahí sopla, veloz y en la dirección que no veías, el Aliento de la Muerte, encarnado en un autobús Atzacoalco-Merced-Hospital Naval.

Complicado controlar ambas direcciones, cuando se ve generalmente sólo circulación en una; y el cruzar a toda velocidad, tarea de titanes.

Por eso, permítanme recordar un antiguo chiste, surgido justamente cuando nacieron estos mentados ejes viajes: un hombre se detiene ahí donde acaba la acera, impaciente por pasar, pero es imposible: los vehículos se suceden raudos, en uno y otro sentido; los semáforos no cambian jamás de color, y cuando lo hacen, es tal el flujo vehicular remanente que es imposible el paso. Hasta donde alcanza la vista no hay un puente peatonal salvador, tampoco. Desesperado, ve a otro hombre, pero de aquél lado, intentando pasar hacia donde él está. Y entonces le grita: “¡Oiga, ¿cómo le hizo para pasar?”, a lo que el otro hombre le contesta: “¡Yo no pasé nunca, yo nací de este lado!”.

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